"Who are you?" he said.
"I am the Happy Prince."
"Why are you weeping then?" asked the swallow; "you have quite drenched me."
"When I was alive and had a human heart," answered the statue, "I did not know what tears were, for I lived in the Palace of Sans-Souci, where sorrow is not allowed to enter. In the day-time I played with my companions in the garden, and in the evening I led the dance in the Great Hall. Round the garden ran a very lofty wall, but I never cared to ask what lay beyond it, everything about me was so beautiful. My courtiers called me the Happy Prince, and happy indeed I was, if pleasure be happiness. So I lived, and so I died. And now that I am dead they have set me up here so high that I can see all the ugliness and all the misery of my city, and though my heart is made of lead, yet I cannot choose but weep."
"What, is he not solid gold?" said the swallow to himself.
He was too polite to make any personal remarks out loud.
"Far away," continued the statue in a low musical voice, "far away in a little street, there is a poor house. One of the windows is open, and through it I can see a woman seated at a table. Her face is thin and worn, and she has coarse red hands, all pricked by the needle, for she is a seamstress. She is embroidering passion-flowers on a satin gown for the loveliest of the Queen's maids-of-honour to wear at the next Court ball. In a bed in the corner of the room, her little boy is lying ill. He has a fever, and is asking for oranges. His mother has nothing to give him but river water, so he is crying. Swallow, Swallow, little Swallow, will you not bring her the ruby out of my sword-hilt? My feet are fastened to this pedestal and I cannot move."
-¿Quién eres? -preguntó.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Pero si eres el Príncipe Feliz, ¿por qué lloras? Casi me has empapado.
-Cuando yo vivía, tenía un corazón humano -contesto la estatua-, pero no sabía lo que eran las lágrimas, porque vivía en la Mansión de la Despreocupación, donde no está permitida la entrada de la tristeza. Así, todos los días jugaba en el jardín con mis compañeros, y por las noches bailábamos en el gran salón. Alrededor del jardín del Palacio se elevaba un muro muy alto, pero nunca me dio curiosidad alguna por conocer lo que había más allá... ¡Era tan hermoso todo lo que me rodeaba! Mis cortesanos me decían el Príncipe Feliz, y de verdad era feliz, si es que el placer es lo mismo que la dicha. Viví así, y así morí. Y ahora que estoy muerto, me han puesto aquí arriba, tan alto que puedo ver toda la fealdad y toda la miseria de mi ciudad, y, aunque ahora mcorazón es de plomo, lo único que hago es llorar.
-¿Cómo? -se preguntó para sí la golondrina-, ¿no es oro de ley?
Era un avecita muy bien educada y jamás hacia comentarios en voz alta sobre la gente.
-Allá abajo -siguió hablando la estatua con voz baja y musical-... allá abajo, en una callejuela, hay una casa miserable, pero una de sus ventanas está abierta y dentro de la habitación hay una mujer sentada detrás de la mesa. Tiene el rostro demacrado y lleno de arrugas, y sus manos, ásperas y rojas, están acribilladas de pinchazos, porque es costurera. En este momento está bordando flores de la pasión en un traje de seda que vestirá la más hermosa de las damas de la reina en el próximo baile del Palacio. En un rincón de la habitación, acostado en la cama, está su hijito enfermo. El niño tiene fiebre y pide naranjas. Pero la mujer sólo puede darle agua del río, y el niño llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina... ¡hazme un favor! Llévale a la mujer el rubí depuño de mi espada, ¿quieres? Yo no puedo moverme, ¿lo ves?... tengo los pies clavados en este pedestal.