"In the square below," said the Happy Prince, "there stands a little match-girl. She has let her matches fall in the mud, and they are all spoiled. Her father will beat her if she does not bring home some money, and she is crying. She has no shoes or stockings, and her little head is bare. Pluck out my other eye, and give it to her, and her father will not beat her."
"I will stay with you one night longer," said the swallow, "but I cannot pluck out your eye. You would be quite blind then."
"Swallow, Swallow, little Swallow," said the Prince, "do as I command you."
So he plucked out the Prince's other eye and darted down with it. He swooped past the match-girl and slipped the jewel into the palm of her hand.
"What a lovely bit of glass," cried the little girl; and she ran home, laughing.
Then the swallow came back to the Prince.
"You are blind now," he said, "so I will stay with you always."
"No, little Swallow," said the poor Prince, "you must go away to Egypt."
"I will stay with you always," said the swallow, and he slept at the Prince's feet.
All the next day he sat on the Prince's shoulder and told him stories of what he had seen in strange lands.
He told him of the red ibises, who stand in long rows on the banks of the Nile and catch gold fish in their beaks; of the Sphinx, who is as old as the world itself, and lives in the desert, and knows everything; of the merchants, who walk slowly by the side of their camels and carry amber beads in their hands; of the King of the Mountains of the Moon, who is as black as ebony and worships a large crystal; of the great green snake that sleeps in a palm-tree and has twenty priests to feed it with honey-cakes; and of the pygmies, who sail over a big lake on large flat leaves and are always at war with the butterflies.
-Allá abajo en la plaza -dijo el Príncipe Feliz-, hay una niñita que vende fósforos y cerillas. Y se le han caído los fósforos en el barro y se han echado a perder. Su padre le va a pegar si no lleva dinero a su casa y por eso ahora está llorando. No tiene zapatos ni medias, y su cabecita va sin sombrero. Arranca mi otro ojo y llévaselo, así su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche contigo -dijo la golondrina-, pero no puedo arrancarte el otro ojo. Te vas a quedar ciego.
-Golondrina, golondrina, pequeña golondrina -le rogó el Príncipe-, haz lo que te pido, te lo suplico.
La golondrina entonces extrajo el otro ojo del Príncipe y se echó a volar. Se posó sobre el hombro de la niña y deslizó la joya en sus manos.
-¡Qué bonito pedazo de vidrio! -exclamó la niña, y corrió riendo hacia su casa.
Después la golondrina regresó hasta donde estaba el Príncipe.
-Ahora que estás ciego -le dijo-, voy a quedarme a tu lado para siempre.
-No, golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Ahora tienes que irte a Egipto.
-Me quedaré a tu lado para siempre -repitió la golondrina, durmiéndose entre los pies de la estatua.
Al otro día ella se posó en el hombro del Príncipe para contarle las cosas que había visto en los extraños países que visitaba durante sus migraciones.
Le describió los ibis rojos, que se posan en largas filas a orillas del Nilo y pescan peces dorados con sus picos; le habló de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, y vive en el desierto, y lo sabe todo; le contó de los mercaderes que caminan lentamente al lado de sus camellos y llevan en sus manos rosarios de ámbar; le contó del Rey de las Montañas de la Luna, que es negro como el ébano y adora un gran cristal; le refirió acerca de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y veinte sacerdotes la alimentan con pasteles de miel; y le contó también de los pigmeos que navegan sobre un gran lago en anchas hojas lisas y que siempre están en guerra con las mariposas.